Alberto Sánchez Balmisa
La obra de Pello Irazu (Andoain, 1963) ha sido la encargada de inaugurar el nuevo espacio madrileño de Moisés Pérez de Albéniz. La elección no parece, a priori, fruto de la casualidad.
En primer lugar, a nivel simbólico, Pello Irazu es sin lugar a dudas uno de los buques insignia de esta ya exgalería iruindarra destinada a convertirse en uno de los referentes de la escena artística de la capital. Además, el guipuzcoano representa como pocos el preciado testigo entregado por Soledad Lorenzo a Moisés Pérez de Albéniz tras su cierre. Un relevo lógico y, en cierto modo, natural, pues ambos compartían desde hace años una importante nómina de creadores (Txomin Badiola, Ana Laura Aláez y Jon Mikel Euba, además de Irazu).
En segundo lugar, ya en el plano formal, la obra de Irazu encaja a la perfección con la remodelación arquitectónica acometida por Francisco Javier Biurrun, quien ya fuera responsable del antiguo espacio en Navarra. El desarrollo espacial de la nueva sede, de marcada raíz constructivista, se desenvuelve mediante la superposición y concatenación de diferentes volúmenes y planos geométricos que demuestran una enorme versatilidad. Un perfecto ejemplo de ello sería la escalera-grada situada a la izquierda de la entrada que, más allá de su función como escalera de acceso al piso inferior, y dependiendo la ocasión, hará las veces de pequeño auditorio para charlas y presentaciones o de espacio para proyectos específicos gracias a su enorme altura. O quién sabe si para los dos, pues parece que la nueva galería se plantea transgredir las convenciones y articularse también como un espacio donde suceden más cosas que el mero intercambio comercial de mercancías artísticas. Una novedosa propuesta programática que esperemos se haga pronto realidad en el apático panorama galerístico madrileño, que habitualmente no sale de los hechos anecdóticos.
Ya en la exposición, las “desestructuras” de Irazu se despliegan estratégicamente por los diferentes espacios demostrando la maestría del creador para provocar inestabilidades perceptivas y emocionales. Ni pintura, ni escultura, ni fotografía, ni dibujo… Todas (y ninguna) a la vez. Así las cosas, a una serie de pinturas concebidas como enormes retículas monócromas sobre las que se colocan recortes de prensa violentos, en una suerte de actualización de los desastres de la guerra, se enfrenta una escultura compuesta por diferentes cuerpos prismáticos en precario equilibrio. Lo mismo ocurre en la sala del fondo, donde los trabajos parasitan el espacio por completo al declinar, en todas sus formas posibles, diferentes volúmenes, planos, disciplinas y materiales. Del hierro a la madera, del papel a la escayola. Siempre en grado de tentativa, sin llegar a articularse nunca como una sola forma cerrada, algo que siempre ha ocurrido en la obra de este artista, no por incapacidad, sino por una voluntad de continuo aprendizaje, como bien demuestra ese pupitre colocado en el centro de la sala sobre cuya parte superior Irazu ha colocado un espejo. Quién sabe si como metáfora de su propio proceso creativo. O para que entre tanta inestabilidad, nuestro reflejo sirva de cierto aposento estable.
Imagen: Vista de la exposición de Pello Irazu en la nueva Galería Moisés Pérez de Albéniz en Madrid. Foto: Moisés Pérez de Albéniz Bergasa.