MICROENSAYO

  • Un amigo posando en el pasadizo de Colón, en torno a 1977. Archivo de Emilio (Asociación GenyPas).
    • Dame veneno que quiero morir, dame veneno

  • Un amigo posando en el pasadizo de Colón, en torno a 1977. Archivo de Emilio (Asociación GenyPas).
  • Dame veneno que quiero morir, dame veneno

Tell all my friends I was fighting, too,
But to all the cowards and voyeurs:



There are no more tickets to the funeral
There are no more tickets to the funeral.
Were you a witness?

Diamanda Galas/Plague Mass

No quiero llamarla Transición.

La primera estrategia consistirá en nombrar de otra forma. El imaginario transicional y sus relatos están fuertemente marcados por un enfrentamiento entre sus defensores y detractores del que no me interesa tomar parte. Que una categoría como “Régimen del 78” pueda ser incluso debatida en un medio como El País es un síntoma claro del resquebrajamiento de un paradigma que es fundamental sortear si lo que queremos es ir más allá de los cauces que hasta ahora se nos habían permitido para entender las herencias de las que, inevitablemente, tenemos que hacernos cargo.

Me inclino más bien por utilizar la noción de posdictatura para pensar las primeras décadas de la España que se tuvo que inventar después de la muerte de Franco. Posditcadura nombra la violencia mientras Transición la esquiva, posdictadura subraya de donde venimos mientras Transición lo omite, posdictadura se hace cargo de la necesidad del duelo mientras que Transición pone el énfasis en la necesidad de transitar. No quiero no celebrar la llegada de la democracia al Estado español pero sí necesito asumir que la muerte es la condición de posibilidad de su existencia.

Cuando Foucault visitó Madrid en 1975 quedó fascinado por la forma superior de fascismo que desarrolló el tardofranquismo, en tanto que propiciaba el encuentro y la fricción de dos regulaciones somatopolíticas que históricamente corresponderían a dos periodos distintos: el tanatopoder y sus formas de gestión de la muerte propias de regímenes soberanos y teocráticos (en este caso la dictadura nacionalcatólica) con otras formas de gestión de la vida propias del capitalismo liberal (el llamado desarrollismo tecnocŕatico de los cuadros del Opus Dei y la terciarización de nuestra economía). Teniendo en cuenta esta aguda observación, y el continuismo que caracteriza una realidad significada como posdictatorial, ¿cómo se reorganizarían estas formas de gestión de la vida y de la muerte una vez ha muerto el dictador?

Archivos menores y fantasmas:

La precariedad investigativa no sólo está caracterizada por las condiciones materiales de investigación, sino también por los materiales, documentos o testigos con los que dialogamos. Esta es pues una investigación menor, porque los protagonistas y documentos con los que trabaja también son “menores”. Menores en tanto no protagónicos ni ejemplarizantes, ajenos a la escala del acontecimiento, y vertebrados a través de los anecdotarios más que por los grandes hitos de la época. Cómo señala Germán Labrador “esa documentación menor, precaria, dispersa tiene la capacidad de captar su época de un modo mucho más intenso, en sus matices y contradicciones. Estos materiales no fueron pensados para justificar un orden, para legitimar un gobierno, sino para construir de modo urgente y desnudo una vida mejor. No nacen de la voluntad de durar y conservarse, sino del deseo de arder e iluminar. Por eso son testigos más fieles de las luces de un tiempo”[i].

La posibilidad de heredar archivos fragmentados, de encontrarnos con rastros de formas de vida que nos interpelan y que al mismo tiempo tensan el relato de una época, abre un espacio liminal donde convivimos los vivos y los muertos. Esa tensión pone en evidencia la necesidad de atender a los puntos ciegos de las historias oficiales para seguir relatándonos, y liberar aquellas subjetividades que no encajaron en el relato de sí que hizo una época. Esta deuda implica sentir el trabajo del historiador como una suerte de conversación con los fantasmas, permitiéndonos hacernos cargo de una dimensión afectiva de la historia cuyo efecto nos convoca como comunidad. El problema es que a veces es difícil hacerse cargo de determinadas subjetividades y experiencias extremadamente marginalizadas, por que, ¿quién querría identificarse con una genealogía yonki?[ii]

La heroína como cronotopo para pensar la posdictadura en el Estado Español

Cuando una trata de enfrentarse a la historia de nuestra posdictadura desde las formas de vida que la configuraron, acumulando anécdotas de lo que consideramos sus “personajes menores”, como podrían ser mi abuela, o tu primo mayor, o la vecina de la antigua casa de tus padres, la heroína aparece una y otra vez como condensador de las ansias de libertad y del vacío del desencanto. Es en este sentido que la heroína, y la posterior aparición del SIDA como enfermedad ligada al devenir yonki de la juventud transicional, nos sirve como vehículo para relatar los sucedido durante aquellos años. Funciona como cronotopo en tanto determina un tiempo (la llamada posdictadura) y un espacio (en este caso el territorio y el cuerpo nacional), y subraya la condición necropolítica del marco historiográfico al que nos enfrentamos. Nadie nunca ha dado la cifra exacta, pero se calcula que al menos 30.000 jóvenes murieron como consecuencia de las prácticas ligadas a su consumo. Es una cifra inquietante, que asola cuando se compara con el tamaño del silencio que ha rodeado todas estas muertes. Podría jurar que todas y todos lo que sí sobrevivieron tenían al menos un amigo, o quizás un hermana, o un amante, o un vecino que… Y si durante la posdictadura todas tuvimos que lidiar con la enfermedad y la muerte de alguien a quien queríamos, ¿por qué esta emoción y este duelo no forman parte de nuestra historia? ¿Qué pasa si, por ejemplo, el recuerdo que tenemos del 23-F no es tanto la imagen televisiva del intento de golpe de estado, sino más bien, el de las largas horas de espera en un hospital? Y acaso, ¿no nos reconocemos en el recuerdo de haber dejado de lado a alguien por miedo al contagio, o en los días que pasamos en una habitación acompañando a un amigo que estaba pasando el mono? ¿Dónde caben estas imágenes, y por qué merece la pena que sean hoy de nuevo invocadas? ¿Qué hubiera sido de nosotras si esos 30.000 jóvenes hoy siguiesen vivos?

El SIDA, en tanto síntoma y falla del paradigma neoliberal, ofrece nuevas coordenadas de gestión política y de producción de subjetividad. Como comentan Equipo Re en su artículo “Ficciones globales, luchas locales (o distribución de tres documentos de un contra-archivo del sida en construcción)” la aparición del SIDA evidencia el incumplimiento de las promesas de igualdad democrática y supone un repliegue en la certeza de la libertad, al reasignar nuevos límites a todo un sector de la población. Siguiendo a Paul Preciado, este síndrome viene a recubrir un conjunto de figuras subalternas que estaban escapándose de la clínica del s. XIX, inventando un nuevo sujeto transversal que se definiría en tanto amenaza para la salud del cuerpo nacional en reorganización de un régimen disciplinario a uno biopolítico. ¿En qué sentido es fundamental que pensemos la casuística de nuestra democracia a la luz de estos análisis, asumiendo que una de sus condiciones de posibilidad es su capacidad para expulsar del estatus de ciudadanía a determinados sujetos y sus experiencias? Poniendo entre paréntesis la hipótesis conspirativa (es el Estado quien introduce la heroína para envenenar a nuestra juventud más radical) propongo, y por eso el énfasis en la categoría posdictatorial, que pensemos la incapacidad que demostró el Estado, y la propia ciudadanía, para entender y afrontar una epidemia de estas características. Me inclino a pensar que no se mató sino que se dejó morir, porque el franquismo sociológico seguía operando en un contexto donde las formas en las que la violencia se estaba gestionando también mutaron, y porque las promesas de justicia y bienestar democrático eran demasiado valiosas para unas clases medias que prefirieron el consenso a tomar una posición radical al respecto.

Al mismo tiempo, la aparición del SIDA, también supone la aparición de nuevos modos de agenciamiento y de praxis micropolíticas en el interior de estas crisis sociales provocadas por la hegemonía neoliberal. En un contexto como el nuestro, donde la negociación transicional que tuvo lugar en los despachos y el parlamento había monopolizado el significante de lo político, otras formas de politización, más ligadas a lo cotidiano o la acción artística, que escapaban de las lógicas de la militancia partidista fueron marginalizadas y menoscabadas. Si bien es cierto que en los últimos años la fuerte oleada de crítica a la historiografía del régimen del 78 ha puesto en circulación otro tipo de archivos y de experiencias, aquellas más ligadas a la avalancha del SIDA y la heroína, en general, siguen sin ser incorporadas desde este prisma a la genealogía de nuestros movimientos sociales. Es fundamental entender el proceso de privatización del malestar que la lógica neoliberal y el silencio posdictatorial imponen, y atender al impacto que la gestión de esta crisis tuvo en la afectividad y realidades personales de los afectados. Experiencias de resistencia como las que analizaré a continuación, se caracterizan por abrir un espacio antes inexistente de solidaridad y apoyo mutuo, demostrando el carácter radical de acciones tan sencillas como la puesta en común de vivencias íntimas. Este “espacio común afectivo” es en sí mismo una precondición de la emergencia política colectiva, al convertir crisis y duelos individuales en conflictos públicos. También me interesan especialmente las producciones simbólicas que estas colectividades generaron, para repensar las relaciones entre la estética y la política y de qué manera determinadas prácticas podrían dialogar con una historiografía política del arte durante este periodo. La representación y sus críticas son una cuestión fundamental dentro de la problemática de la heroína y el SIDA, ya que ambos fenómenos estuvieron caracterizados por su hipervisibilización a través del aparato de verificación televisual y las campañas de sensibilización oficiales. Frente a estas lógicas de representación unidireccional de subjetividades ajenas, alarmistas y criminalizadoras, estos movimientos pondrán en funcionamiento modos colaborativos de (auto)representación y contrarepresentación en los que la forma era ya parte de la lucha en la que se insertaban. Esta producción de artefactos, imágenes y acontecimientos, tenía como finalidad la transformación de la subjetividad colectiva en un sentido emancipatorio, a veces incluso mediante la efectuación de un arte sin obras, o de un arte que simula ser otra cosa o que es, de hecho, otra cosa además de arte.

Siempre hay un punto de partida. En nuestro caso, lo que nos dio origen y nos da sentido como Movimiento de Madres Unidas Contra la Droga fue el dolor por la muerte de miles de jóvenes en barrios obreros de la periferia de Madrid. Ante todo lo que vivíamos nos preguntábamos “¿qué hacemos en esta casa fregando, limpiando, cocinando, si a nuestros hijos les están destrozando en la calle? ¡Pues salir a la calle!”

Madres Unidas contra la Droga/Para que no me olvides

Los movimientos de madres organizadas en torno a la epidemia de la heroína, surgen bajo diferentes nombres, en distintos barrios de varias ciudades de España a lo largo la década de los 80. Atendiendo a las formas de organización, politización y acción que desarrollaron, su historia ofrece un contrapunto al relato de la crisis de los movimientos sociales de este década. Su radicalidad no sólo reside en sus discursos y acciones, sino también en las formas que inventaron para enfrentarse al drama personal que muchas de ellas vivieron como madres de heroinómanos. Cabría destacar no únicamente su forma de hacer de estas vivencias personales e íntimas un asunto de interés público, exigiendo responsabilidades y denunciando el silencio y la corrupción, sino también el saber colectivizar estos traumas al asumir que el significante hijos trascendía su carácter sanguíneo familiar: “Queríamos diferenciar cuando una madre venía solamente a pedir, y no a luchar en beneficio de todas. Teníamos claro que allí estábamos para luchar por todos, no sólo por el hijo de una u otra”[iii]. Al mismo tiempo, su forma de entender el problema de la heroína dentro del marco de la globalización y de las crisis producidas por las políticas neoliberales, era toda una excepcionalidad dentro de los discursos y sensibilidades que circulaban en torno a estas cuestiones. Cuando apareció el SIDA, fueron mujeres de origen muy humilde y sin apenas formación las primeras en posicionarse, apoyar y denunciar. Me parece interesante preguntarnos qué tipo de historiografías respecto a la militancia y el SIDA estamos elaborando cuando casi todos los relatos empiezan ya en la década de los 90 a través de archivos de colectivos LGTBI: qué aporta la experiencia de estas mujeres, y qué implica la relación entre el SIDA y la heroína. Otra clave fundamental será la cuestión de los cuidados y la vida como centro de una praxis política que tiene mucho en común con las formas de operar de los feminismos. Como una de ellas relata, “cuando las madres empezamos a luchar descubrimos que podíamos hacer otras cosas, que la muerte de nuestros hijos no iba a ser en vano. Así que veníamos a una reunión y las que sabíamos escribir, le dejábamos una nota al marido: ‘calienta la cena que estoy en la lucha’. El movimiento nos ayudó a las mujeres a ser más personas, a liberarnos del machismo”[iv]. Por último, las madres entendieron muy bien que su lucha tenía también que atender a todo lo que estaba sucediendo en las cárceles hacia finales de los 80. Si uno de los gritos que marcaron el comienzo de la posdictadura fue el de “amnistía y libertad”, a medida que la negociación transicional se clausuraba, la cárcel desapareció de la agenda de la mayoría de los movimientos sociales. Diez años después de la muerte del dictador, las cárceles pasaban por uno de sus momentos de mayor mortandad cuando la llegada del SIDA arrasó a una población reclusa con alto porcentaje de heroinómanos.

En el último mes, en la prisión, ¿cuántas veces te han pedido prestada la jeringuilla?
En el último mes, en prisión, ¿cuántas veces has prestado la jeringuilla?
En el último mes, en prisión, ¿cuántas veces te han prestado la jeringuilla?

Programa de prevención y control de la infección por VIH en el medio penitenciario.

Archivo Madres Unidas Contra la Droga de Vallecas. Movilizaciones en los juzgados (sin datar). Escaneado del libro Para que no me olvides.

Mientras las madres se organizaban para denunciar al funcionariado cómplice con la entrada de heroína en prisión, la falta de medios y la no aplicación del artículo 60 del Código Penal que permitía excarcelar a enfermos terminales, en el interior de las prisiones encontramos una segunda escena que me gustaría detenerme a analizar. La COPEL ya había desaparecido en aquellos años, pero el nuevo contexto necropolítico que asolaba a las prisiones vuelve a activar algunos de los lenguajes de lucha que marcarían el modus operandi de este colectivo. Las famosas protestas desde los tejados utilizando como pancartas sus propias sábanas (gesto que resuena con la anécdota que cuentan las madres de como alguna cedió su propio ajuar como pancarta para alguna de sus acciones) esta vez tiene como reclamo más plazas en las enfermerías y más y mejores medios para la atención de los enfermos. Estos enfermos activistas, ponen en juego un agenciamiento que, dadas las extremas condiciones de vida de la prisión, tendrá a su propio cuerpo como vehículo de sus resistencias. Las autolesiones y automutilaciones colectivas, cómo estrategia por un lado, para asegurarse un lugar en la enfermería, pero al mismo tiempo también para desbordarla y poner en evidencia la poca capacidad de gestión ante la dimensión de la crisis que atravesaba esta institución, son en sí mismas una performance radical. La violencia auto infligida puede ser entendida como una forma de visibilizar la violencia mayor a la que estaban sometidos, como una forma de recuperar el control de su propio cuerpo y como él único gesto posible cuando el proceso de deshumanización es tal que el dolor físico es el único terreno de la batalla. La cárcel se estaba convirtiendo en una arquitectura para la muerte, donde el contagio era imparable, y la falta de medios condenaba a los enfermos en peor estado a un callejón sin salida. Si tenemos en cuenta que parte de esta población reclusa había sido encarcelada por la Ley de Peligrosidad Social (no derogada hasta 1989), que la mayoría no alcanzaban los 30 años de edad, y que la pequeña delincuencia (que por otro lado se había expandido después de la muerte de Franco al mismo tiempo que no paraba de crecer el paro juvenil) fue fuertemente criminalizada, el panorama que terminamos de describir se nos muestra aún más desolador. “Como respuesta ante esa ruptura del contrato social, los performers masoquistas (…) se torturan con una doble necesidad: incidir en lo doloroso de la misma y poner de manifiesto la voluntad de redefinir los términos del contrato por el que el poder se adueña de los cuerpos”[v]. La imagen de numerosos presos abriéndose el abdomen o tragándose tenedores al mismo tiempo implica un uso estratégico y solidario de la violencia, y una fuerte conciencia del efecto que esta imagen produciría sobre sus potenciales espectadores (aunque fuesen funcionarios y no público del museo). Cuando por primera vez leí sobre este tipo de acciones colectivas, inmediatamente pensé en otro tipo de performances extremas llevadas a cabo por artistas que también utilizaban la violencia infligida sobre su propio cuerpo, y me preguntaba acerca de cómo leer estas estrategias fuera de contextos artísticos y viceversa, como entender la historiografía de la performance en España a la luz de estos accionistas amateurs que sin saberlo replicaban lenguajes del arte radical que estaba produciéndose alrededor de esos años. Tener en cuenta este tipo de acciones también como una pulsión representacional, cobra especial relevancia si atendemos a la mitología quinqui que había inscrito un imaginario muy determinado sobre estos cuerpos. La improductividad, el pasotismo, la violencia acéfala de las masculinidades “de barrio” quedan resignificadas si atendemos las lógicas que subyacen a estas acciones.

Espero que estas anécdotas me hayan permitido ilustrar la hipótesis que vertebra esta investigación en proceso: la heroína como cronotopo desplaza nuestras historiografías, más o menos oficiales, más o menos críticas, de la llamada posdictadura. Los relatos, siempre inacabados deben proliferar.

El silencio sigue siendo igual a muerte. In memoriam.

[i] En http://juegodemanosmag.com/german-labrador-mendez-los-jovenes-de-la-transicion-no-son-la-emanacion-de-ningun-poder-son-un-poder-que-emana/

[ii] Esta pregunta surge en el contexto de una conversación sobre estas cuestiones con Germán Labrador Méndez, que pronto será publicada gracias a la Beca de Investigación de la Sala d’Art Jove (Barcelona).

[iii] Madres Unidas contra la Droga, Para que no me olvides, pág. 36, Editorial Popular, Madrid, 2012.

[iv] Íbid., pág. 27.

[v] Albarrán, Juan.: “Sentir el cuerpo: performance, tortura y masoquismo en el entorno de los nuevos comportamientos”, Centro de Estudios Museo Nacional de Arte Reina Sofía.

*Este artículo es una suerte de spin off de una investigación más amplia, que en su día titulé “La contrarrevolución de los caballos” y que ha ido tomando diferentes formatos (exposición, lecture perfomance, producción de archivo, podcast) a lo lago de su desarrollo. Debido a la extensión del proyecto, para esta ocasión presentaré tan sólo una pequeña parte del mismo, que consistirá en un par de apuntes acerca de mis estrategias historiográficas, y un par de escenas que nos permitirán habitar “la epidermis de una época” que aunque alguien como yo, ya nacida en la década de los 90 no ha vivido, si que me ha vivido.